21.50 Mientras reflexiono sobre este punto, el camarero me va llenando el vaso y cuando me doy cuenta, ya llevo medio litro de clarete en el cuerpo. Empiezo a analizar la composición química del vino (ciento seis elementos, ninguno de ellos derivado de la uva), pero al llegar al trinitrotolueno decido abandonar la investigación. El camarero me rellena el vaso.
22.00 Me río sin causa y el parroquiano que está a mi lado me pregunta que si tiene monos en la cara o qué. Le aclaro que no me río de él, sino de una bobada que me ha venido a la cabeza de repente, sin saber cómo ni por qué. Como mi parlamento resulta algo confuso, sobre todo porque algunas frases las he dicho sin descodificar, las miradas de los demás parroquianos convergen en mí.
22.05 Un parroquiano (no el que tiene monos en la cara, sino otro) me señala colocando el dedo índice de su mano derecha en la punta de mi nariz y dice que mi cara le suena. El que me haya reconocido bajo la apariencia (y sustancia) del Santo Padre me indica que debe de ser persona devota y, por lo tanto, digna de toda confianza. Le respondo que sin duda se confunde y para desviar su atención y la de los demás de mi persona invito a una ronda. Viéndome dispuesto al gasto, el camarero dice que acaban de salir de la cocina unos callos que están de rechupete. Pongo sobre el mostrador algunos billetes (cinco millones de pesetas) y digo que vengan aquí esos callos, que por dinero no ha de quedar.
22.12 El parroquiano devoto dice que ni hablar, que yo ya he pagado los vinos y que los callos corren de su cuenta. A continuación añade que no faltaría más. Insisto en que lo de los callos ha sido idea mía y que, por consiguiente, es justo que los pague yo.
22.17 Una mujer (también parroquiana), que acaba de tumbar la segunda botella de anís, interviene para proponer que no sigamos discutiendo. Se mete la mano en el escote y la saca llena de unos billetes sucios y arrugados que arroja sobre el mostrador. Otro parroquiano, creyendo que aquellos billetes son los callos, se come cuatro de un bocado. La mujer afirma que ella invita. El parroquiano piadoso replica que a él no le invita ninguna mujer. Explica que los tiene muy buen puestos.
22.24 Como a todas éstas los callos no aparecen, los reclamo golpeando el mostrador con un cenicero. Rompo el cenicero y desportillo el mármol del mostrador. El camarero sirve vino. Un parroquiano que hasta entonces ha permanecido mudo dice que va a obsequiarnos con unas soleares. Canta con mucho sentimiento la canción titulada 1092387nqfp983j41093 (güerve a mi lao, sorra) y todos damos palmas y jaleamos diciendo ele, ele (7v5, 7v5). El pío parroquiano dice que por fin ha hecho memoria y que ya sabe quién soy: Jorge Sepúlveda.
22.00 Me río sin causa y el parroquiano que está a mi lado me pregunta que si tiene monos en la cara o qué. Le aclaro que no me río de él, sino de una bobada que me ha venido a la cabeza de repente, sin saber cómo ni por qué. Como mi parlamento resulta algo confuso, sobre todo porque algunas frases las he dicho sin descodificar, las miradas de los demás parroquianos convergen en mí.
22.05 Un parroquiano (no el que tiene monos en la cara, sino otro) me señala colocando el dedo índice de su mano derecha en la punta de mi nariz y dice que mi cara le suena. El que me haya reconocido bajo la apariencia (y sustancia) del Santo Padre me indica que debe de ser persona devota y, por lo tanto, digna de toda confianza. Le respondo que sin duda se confunde y para desviar su atención y la de los demás de mi persona invito a una ronda. Viéndome dispuesto al gasto, el camarero dice que acaban de salir de la cocina unos callos que están de rechupete. Pongo sobre el mostrador algunos billetes (cinco millones de pesetas) y digo que vengan aquí esos callos, que por dinero no ha de quedar.
22.12 El parroquiano devoto dice que ni hablar, que yo ya he pagado los vinos y que los callos corren de su cuenta. A continuación añade que no faltaría más. Insisto en que lo de los callos ha sido idea mía y que, por consiguiente, es justo que los pague yo.
22.17 Una mujer (también parroquiana), que acaba de tumbar la segunda botella de anís, interviene para proponer que no sigamos discutiendo. Se mete la mano en el escote y la saca llena de unos billetes sucios y arrugados que arroja sobre el mostrador. Otro parroquiano, creyendo que aquellos billetes son los callos, se come cuatro de un bocado. La mujer afirma que ella invita. El parroquiano piadoso replica que a él no le invita ninguna mujer. Explica que los tiene muy buen puestos.
22.24 Como a todas éstas los callos no aparecen, los reclamo golpeando el mostrador con un cenicero. Rompo el cenicero y desportillo el mármol del mostrador. El camarero sirve vino. Un parroquiano que hasta entonces ha permanecido mudo dice que va a obsequiarnos con unas soleares. Canta con mucho sentimiento la canción titulada 1092387nqfp983j41093 (güerve a mi lao, sorra) y todos damos palmas y jaleamos diciendo ele, ele (7v5, 7v5). El pío parroquiano dice que por fin ha hecho memoria y que ya sabe quién soy: Jorge Sepúlveda.
Extraído de "Sin noticias de Gurb" de "Eduardo Mendoza". Ed. Seix Barral
0 comentarios:
Publicar un comentario