Los bailarines eran católicos, francocanadienses, antisemitas, antianglais, belicosos. Le contaban todo al sacerdote, le temían a la Iglesia, se arrodillaban en polvorientos santuarios olorosos a cera donde colgaban sucias muletas abandonadas y férulas. Todos trabajaban para algún industrial judío a quien odiaban y de quien esperaban vengarse. Tenían malas dentaduras porque vivían de Pepsi Cola y pasteles de chocolate Mae West. Las muchachas eran criadas u obreras de fábricas. Sus vestidos eran demasiado chillones y se les veían los tirantes del sostén a través de la delgada tela. Cabello rizado y perfume barato. Follaban como conejos y cuando se confesaban el sacerdote las absolvía Eran la chusma. Si se les presentaba la ocasión, incendiarían la sinagoga. Pepsi. Franchutes. Fransoyzen.
Brevman y Krantz sabían que sus padres eran intolerantes, de modo que pretendían que todas sus opiniones fueran las contrarias a las de ellos. No siempre lo lograban. Querían participar de la vitalidad, pero sentían que había algo vagamente impuro en esa diversión, en el manoseo de muchachas, las risotadas, las tocadas de traste.
Quizás las muchachas fuesen hermosas, pero todas tenían dentadura postiza.
Extraído de “El juego favorito” de Leonard Cohen. Ed. Edhasa