Mi aversión a los estancos y a las administraciones de lotería es crónica, y paradojas de la vida soy tan inútil que sigo fumando y a la vez confiando en que un plan de pensiones de cuatro euros semanal pueda retirarme de una vez de la vida laboral. Pero también tengo que añadir a la lista las oficinas de hacienda, los centros comerciales, las tabernas irlandesas, las peluquerías y cualquier punto de atención al ciudadano. Ayer en Zaragoza decidí autoflagelarme visitando dos de los establecimientos que más odio de mi querida ciudad. En primer lugar una de las dos administraciones de lotería, están pegadas, de la calle Isaac Peral. En ella sellar tu boleto supone que la dueña con una mirada desee que no te toque, que te regalen toda la discografía de Joaquín Sabina, que pases una noche con Idoia Bilbao (la del boli con plumón) y, por si fuera poco, leerte todos los artículos de Carlos Herrera. El otro establecimiento singular es el estanco que hay en la plaza Santa Engracia esquina con Independencia. Jamás he visto volar tan rápido un paquete de tabaco desde su estantería hasta mi mano, e igual sucede con los cambios ya que no es la primera vez que he visto a personas recoger las monedas del suelo. La simpatía de la estanquera es elogiable ya que sólo le falta sumar a los efectos nocivos del tabaco que te clave un cortaplumas en un pulmón. Para acabar si les sobra tiempo y no tienen suficiente con semejante trato visiten el estanco (aunque sólo sea para comprar sellos) de la calle Miguel Allué Salvador, junto a la plaza San Miguel, que es más irritante que la música de cabecera de las noticias de Antena3.
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