"La audiencia concedida al Comité de Damas Católicas se desarrolló de un modo desagradable.
(Y había de influir mucho en lo porvenir.)
Las Damas, severamente vestidas de negro, con grandes crucifijos colgados sobre el seno, llevaban -en ofrenda a Dios- cirios de doce duros.
Desfilaron ante el Señor, arrodillándose a sus pies y besando el suelo. En vano, Dios les advirtió que el suelo estaba muy sucio y que, para expresar adhesión, no era absolutamente necesario que se engullesen varios millones de microbios: su amor fanático pudo más que la divina advertencia y, de otra parte, el Señor las dejó enseguida por imposibles.
Casi todas lloraban y no resultaba demasiado agradable verlas (en plena decadencia física la mayor parte) con ese descuido que da al cuerpo la religiomanía, los rostros encarnados y rebozados en llanto, y las pelambreras colgando, como amasijos de estopa.
Otras -los ojos secos y ardientes, extrañamente clavados en Dios- no lloraban en absoluto, pero lanzaban de pronto un grito agudo para caer sobre las losas de la catedral, víctimas de terribles ataques histéricos. Los individuos del Coodfyadash tuvieron que sacar a muchas del templo, y no fue trabajo fácil porque aquella especie de histeroepilepsia que producía en ellas la presencia de Dios les prestaba terribles energías y se defendían a mordiscos, entre gritos como aullidos y convulsiones espantosas en las que quedaban con las ropas deshechas y una semidesnudez que ningún amante de la belleza podría agradecerles.
El mismo Dios no ocultó el desagrado. Ni la violencia que tenía que hacerse para resistir el espectáculo. Su semblante, comúnmente impasible o inclinado a la sonrisa comprensiva, se alteraba en un gesto de disgusto profundo y el más analfabeto habría leído en él el anhelo de que el Comité de Damas se marchara cuanto antes"
Extraído de "La tournée de Dios" de Enrique Jardiel Poncela. Ed. Blackie Books
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