“Entonces, más sola que nunca, más sola que una boya a la deriva, Palmera encontró (galicismo) que la atmósfera de la ciudad gravitando sobre ella, se le hacía irrespirable. Vio claramente cuánto dolor –acogotado por el amor propio y el orgullo- había en los corazones de sus amigas, que tomaban el cine y las evoluciones vespertinas en el Paseo por otros tantos paraísos artificiales: por otras tantas salidas a lo ideal. Porque admirando a la Bessie Berriscale y a William Duncan (entonces en boga) y paseando junto a unos cuantos muchachos memos hasta la epilepsia, aquellas jóvenes olvidaban la monotonía de sus vidas, lo neutro de sus existencias, la ausencia de motivos alegres, su carencia de horizonte, de placeres y de luces.
Eran como canguros atados por la cola.
Y en las madrugadas de insomnio, al cerrar un libro cualquiera, uno de esos libros venenosos, cuya lectura asoma a los arquitrabes del vivir gozoso y mundial, Palmera se hacía el propósito, cada vez más firme, de huir de aquel pueblo odiado fuese como fuese.
- Aunque sea convirtiéndome en “una...” –se decía.
(Pues para muchas señoritas burguesas de provincias ser “una” resulta el colmo de lo brillante. Y para la mayor parte de las “unas” lo brillante reside en ser una señorita burguesa de provincias.)”
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