"La primera impresión que recibí al echar un vistazo a la estancia fue que a una joven renacuajo de la precaria actitud moral de Stiffy le había ido muy bien en la cuestión de alojamiento. Totleigh Towers era una de esas casas de campo que habían sido construidas en una época en que la gente que proyectaba un nidito tenía la idea de que un dormitorio no era un dormitorio si no se podía ofrecer en él un baile informal de unas cincuenta parejas, y este lugar podía haber acomodado a una docena de Stiffys. Al resplandor de la pequeña luz eléctrica del techo, el puñetero lugar parecía extenderse a varios kilómetros en cada dirección, y el pensamiento de que si aquel detective no tenía controlada la situación el cuaderno de Gussie podía estar escondido en cualquier parte en aquellos grandes espacios me produjo un escalofrío.
Me encontraba esperando lo mejor, cuando mis meditaciones fueron interrumpidas por una especie de ruido extraño, algo como una estática y algo como un trueno distante, y, para abreviar una larga historia, el ruido resultó proceder de la laringe del perro Bartholomew.
El animal estaba sobre la cama, afilando sus garras en la colcha, y tan fácil era interpretar el mensaje que revelaban sus ojos que actuamos como dos mentes pero con un solo pensamiento. En el momento exacto en que yo me subí como un águila a la cómoda, Jeeves se elevaba como una golondrina encima del armario. El animal saltó de la cama y, tras avanzar hasta el centro de la habitación, tomó asiento, respiró por la nariz con un curioso sonido sibilante y nos miró desde debajo de las cejas como un predicador laico escocés dando una reprimenda desde el púlpito.
Y así quedó el asunto durante un rato..."
Extraído de "Ómnibus Jeeves" de P.G. Wodehouse. Ed. Anagrama
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