El funcionario se había sentado en su silla de oficina, con calma encendió el ordenador y la impresora. El suelo estaba hasta los topes de recortes de fotografías, grapas, post it y un sin fin de papeluchos. Me costaba pensar en desprenderme de mi antiguo domicilio y hacer constar el nuevo. En mi bolsa me acompañaba un certificado de empadronamiento, varias fotos, dinero, una cámara de fotos y mi documentación a renovar.
"El cuatro", no respondió nadie. "El cinco", me acerqué y me senté. Mi certificado de empadronamiento había caducado. "Si lo ha dicho la radio, lo ha dicho la COPE" escuché de fondo mientras me hacía a la idea de que tenía que ir rápidamente al ayuntamiento, pedir otro certificado, volver a subir a la comisaría y explicarle al policía sesentón que leía una revista, escuchaba la COPE y al mismo tiempo intentaba entablar un monólogo con cualquiera de los allí presentes, que había perdido mi turno, que había tenido que pedir otro volante de empadronamiento, que me dejara pasar. En el trayecto de vuelta me acordé de profesiones respetables pero que sería incapaz de desarrolar en mi vida: estanquero, funcionario de correos, lotero, funcionario de hacienda... Añadí a la lista "renovador de deneís"
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