viernes, 28 de febrero de 2014

Tres Hombres En Una Barca

"Recuerdo que un amigo mío compró una vez en Liverpool un par de quesos. Eran unos quesos espléndidos, maduros y blandos, con un perfume de una potencia de doscientos caballos de vapor, un alcance garantizado de tres millas y la fuerza para derribar a un hombre a una distancia de doscientas yardas. Yo me encontraba entonces en Liverpool, y mi amigo me preguntó si no me importaba llevármelos conmigo a Londres, porque él tenía que quedarse un par de días más y pensaba que los quesos no debían guardarse mucho tiempo.

    -Oh, encantado, querido -respondí-. Encantado.

Recogí los quesos y me los llevé en coche de alquiler. Era un artefacto desvencijado, arrastrado por un animal patizambo, asmático y sonámbulo a quien su dueño, en un momento de entusiasmo durante la conversación, llamó caballo. Cargué los quesos en el tejadillo e iniciamos la marcha, bamboleándonos de una forma que hubiera enorgullecido al más veloz de los vapores, y tan alegres como un tañido funerario, hasta que llegamos a la primera esquina. Allí, el cambio en la dirección del viento llevó el aroma de los quesos hasta el corcel. El animal despertó y, con un relincho de terror, alcanzó una velocidad de tres millas por hora. El viento seguía soplando hacia él, y antes de llegar al final de la calle ya se había lanzado hasta casi alcanzar las cuatro millas por hora, dejando muy atrás a los tullidos y ancianas gordas.

Para sujetarlo en la estación, el conductor tuvo que recurrir a la ayuda de dos mozos, y aun así no creo que lo hubieran conseguido de no ser por la claridad mental de uno de ellos, que le tapó la nariz con un pañuelo y quemó un pedazo de papel de estraza."


Extraído de "Tres hombres en una barca (por no mencionar al perro)" de "Jerome K. Jerome. Ed. Blackie Books

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